Libro digital, mutaciones y derechos de autor, un texto de Fernando Zapata

21.04.2013 02:50

Se reproduce íntegro el mensaje de
Fernando Zapata López director del
Centro Regional para el Fomento
del Libro en América Latina y el
Caribe (CERLALC), un organismo
intergubernamental, bajo los
auspicios de la UNESCO, que
trabaja en la creación de
sociedades lectoras. El Día
Internacional del Libro y del
Derecho de Autor se celebra el 23
de abril.
Es curioso que, llamados a
conmemorar el Día Internacional
del Libro, lo primero que salta a la
vista es la ambigüedad casi
equívoca de la palabra libro,
ambigüedad de la que, hasta hace
muy poco, ni siquiera éramos
conscientes. Cada vez que
hacíamos uso de ella, pensábamos
en un conglomerado de papel y
palabras, una mescolanza indistinta
de lo físico y lo anímico, una idea
cuyas páginas pasábamos y
rayábamos. Incluso cuando la
formulación legal de los derechos
de autor, que hoy también
celebramos, nos llevaba a distinguir
entre las distintas ediciones,
tiradas, versiones y demás de un
mismo libro, no llegamos a creer
que pudiese encarnarse en algo
que, a primera vista, no
compartiese sus más esenciales
aspectos materiales. En medio de
esta inocente confusión, apareció
el libro digital.
No es éste el espacio para relatar la
historia de cuantos vocablos hemos
inventado para tratar de lidiar con
los problemas que nos causó la
posibilidad de que un libro ya no
fuese, a nuestros ojos, un libro,
sino un extraño y mutable objeto
virtual, un código que ahora se
manifiesta con determinado
número de páginas, ahora con otro
o sin ellas, a menudo abierto a la
reescritura, entretejido con otros
innumerables libros hasta el punto
en que los límites entre uno y otro
se hacen porosos si no invisibles.
Basta con decir que, hoy por hoy,
hablamos de soporte y contenido,
casi como si fuesen materia y
forma, cuerpo y alma, dándole
cada día más vigor a la bien
conocida diferencia entre corpus
mechanicum y corpus mysticum.
Pero, pese a ser ésta una distinción
tan vieja, todavía es mucho lo que
nos falta para comprenderla. No
sólo me refiero a la urgencia con
que debemos ratificar la vigencia
del derecho de autor a través de
las diferentes mutaciones de la
obra en los más diversos cuerpos,
sino a las imprevistas, acaso
imprevisibles, riquezas que
esconden los soportes.
Me temo que, cargando a nuestras
espaldas tantos siglos desde que el
libro se enfrentó a su última gran
modificación física, la imprenta,
hemos olvidado los efectos de la
materia sobre el espíritu.
Detengámonos, pues, a recordar
algunos: la voz y la memoria
humana, infancia de la obra,
determinaron la primacía histórica
del verso sobre la prosa; la
extensión de un rollo de papiro, en
apariencia todavía más accidental y
desligada de la creación que
nuestra constitución mental,
cimentó la noción del libro o
capítulo entre los griegos y, en
consecuencia, la manera en que
estructuramos nuestras novelas y
tratados; la exótica escasez de
pergamino y tinta elevaron la
palabra escrita a la solemnidad e
insinuación de eternidad ("más
perenne que el bronce") que nos
hace diferenciar la mera promesa
verbal del contrato escrito; la
serialización transformó la
ambiciosa vastedad del tratado en
la puntualidad del artículo y dio a
luz a la ya tan difundida técnica del
"continuará...". Y así podríamos
seguir, sin tocar siquiera nuestro
siglo y sus obras de construcción
en línea, los hipervínculos y el
libro abierto con que soñaban Eco
y Mallarmé, o la posibilidad de
incluir textos cambiantes, videos,
sonidos y otras creaciones del
diseño digital como elementos
básicos del texto, con lo que
trazamos caminos hacia nuevas
maneras de escribir y leer, acaso
de pensar. Ante nosotros, está la
invitación a crear historia y arte de
maneras incontables y la diversidad
de nuestros logros sólo se podrá
medir con la variedad de retos que
estemos dispuestos a aceptar.
Con esto, llego al segundo punto de
este mensaje, el de la dedicación
del Día Internacional del Libro
2013 a la bibliodiversidad. En
términos algo prosaicos, podríamos
decir que la bibliodiversidad no es
más que la oferta variada de libros,
con lo que, en apariencia,
habríamos reducido un fenómeno
cultural a una medición económica.
Pero esta conclusión depende de
una lectura inadmisiblemente débil
de lo que es la variedad. Cuando de
libros se trata, en ese sentido
amplio del que hemos venido
hablando, la variedad implica la
multiplicidad lingüística, que va
desde el idioma que tan extraño
nos resulta hasta el dialecto
cotidiano, la libertad ideológica y
la ventana que ofrece al mar
inquieto de las verdades, que no es
una sola, y a la posibilidad de vivir
lo que otros sufrieron y amaron
ayer o sufren y aman en tierras
lejanas, Es, pues, para aludir a una
ya clásica descripción de la
economía, la capacidad de elegir
entre cuantos mundos nos ofrezcan
los ojos de los demás y, con ellos o
frente a ellos, aprender del
nuestro.
Ya desde el Medioevo y hasta la
más beligerante Posmodernidad se
ha afirmado, una y otra vez, que
un individuo sólo se define y
conoce en relación con lo que no
es: mientras más pobre sea la
realidad que nos rodea, más pobres
seremos nosotros mismos. Es por
esto que el llamado a la
bibliodiversidad, centrado cuan
pueda estar en un problema de
producción y oferta, es, más bien,
un reconocimiento y una petición
para que ampliemos nuestra vida
con la mirada ajena y,
comprendiendo a los demás, nos
entendamos y crezcamos. Como
director del Centro Regional para
el Fomento del Libro en América
Latina y el Caribe (CERLALC), tengo
la esperanza de que este llamado
sea atendido y que, en
Iberoamérica, aprendamos a
valorar la unicidad de cada nación
de cara a la invaluable riqueza
cultural que compartimos.