El síndrome de Dorian Gray

16.04.2013 19:39

Existe una tendencia en redes
sociales como Instagram y
Facebook de personas que con
una inusitada vanidad saturan
el espacio con fotos de sí mismos.
Esta práctica ególatra es común
en todo el mundo y la
naturalidad con la que la gente
se mira en el espejo hasta 100
veces al día hoy esta migrando al
espectro digital. Si examinamos
las fotos que cuelgan sobre todo
los jóvenes en este tipo de
espacios encontraremos repetida
la lacónica imagen del yo
tomándole la foto al propio yo.
Puede que esta inofensiva
práctica esté difuminando la
realidad dejando en una
desventaja apabullante a la
esencia sobre la apariencia. Pues
con las herramientas de edición
que se encuentran a la mano, ya
es posible engañar hasta el más
esnob de los espejos.
(Afortunadamente los griegos no
habían inventado la edición
cuando Narciso se enamoró de su
propia imagen reflejada en una
fuente). Pero si el genérico
photoshop ya es el botox del
botox ¿hásta cuantos estadios
más de decadencia debemos
trascender para terminar de
desfigurar la imagen en nuestra
búsqueda desesperada de
aprobación? No en vano John
Milton quien encarna
magistralmente al mismísimo
demonio en una escena de la
película El Abogado del Diablo
confiesa que la vanidad es su
pecado favorito.
Si antes era posible enamorarse
virtualmente sin tener ninguna
especie de contacto físico, hoy el
contacto virtual es cada vez
menos fidedigno. Penetrar el
maquillaje de los espejos del
alma es cada vez una tarea más
difícil. La conquista pasó de ser
un intercambio de palabras
presencial a un intercambio
cibernético de retratos
cosméticos. Falso resplandor que
estrangula a la fotografía como
arte y revela la idiosincrasia de
un vecindario universal que le
gusta es que lo vean.
Sepultados por el carácter
instantáneo quedaron los
tiempos en los que había que
hacer de tripas corazón mientras
se revelaban las fotos para ver
cuales habían salido decentes.
Atrás quedó la mística
impregnada en ese lapso de
tiempo que transcurría entre el
momento en que se hacía el click
y el que se apreciaba la foto en el
álbum. Pero no todo es
desilusión: los pesos que se
perdían en torpes fotografías al
piso reveladas solo hasta la
instancia del misterioso cuarto
rojo, hoy desaparecen sin el más
mínimo rubor al presionar el
botón del minúsculo cesto de la
basura.
Reconocer a las personas de
carne y hueso que nos topamos
en el supermercado puede llegar
a ser cada vez una empresa más
compleja. Pero si miramos con
cautela, pronto entenderemos
que el plato más provocativo que
pintan en el menú no siempre es
el mejor.